La imagen es la pura expresión de cualquier combate de Copa del Rey, de esos que se juegan en una décima, en un error, en un rebote, en una acción individual, en cualquier genialidad. Era el minuto 85 y el resultado era empate a 2. Julen Agirrezabala hace lo que siempre nos han enseñado a los porteros en un uno contra uno. Lo primero, manda al atacante, Lamine Yamal, lo más lejos y con el ángulo más cerrado de la portería y lo segundo, se estira todo lo posible para ocupar todo el espacio y dificultar al máximo la situación de gol. Hasta las uñas las tiene alargadas y se ve perfectamente en la foto.
Yamal, que había andado listo para robar el balón a Paredes, ese que en segundo plano se concentra en el balón para ver si la fuerza mental ayuda a despejar la pelota fuera, encara al portero rojiblanco y ahí, lo debió de ver tan claro, en lugar de optar por regatear y chocar con el portero del Athletic para provocar el penalti que es lo que hacen los delanteros buenos pero que dejan la responsabilidad del gol a otros, se buscó el espacio hacia su pierna derecha, aceptando el reto de poner al Barça a 5 minutos de estar en semifinales y golpeó un balón que todo San Mames vio como gol y que ahí, en ese segundo exacto que nos muestra la foto, él también sentiría como goleador.
Ya, ya sé que hubo otros segundos que también podrían haber sido decisivos del lado rojiblanco, pero si hay un no gol, una no parada que definen la grandeza del partido de miércoles, un no gol, una no parada, que describe la emocionalidad de esa competición maravillosa que es la Copa del Rey, si hubo un segundo en el que el tiempo se paró y el silencio llenó el atronador San Mamés fue, para mí, ese.
En realidad un segundo que define no solo la Copa sino todo el futbol, un juego de momentos, de situaciones, de minúsculas escenas, un deporte que puede ser injusto pero que nunca debe dejar de ser emocionante, un segundo que nos recuerda a los que hablamos de esquemas, de sistemas, de ocupación inteligente del terreno de juego, de suma de individualidades, que este juego se decide por jugadas como la de la foto y, sobre todo, en competiciones como la Copa del Rey, que no tienen partido de revancha —bueno, ahora en semifinales sí, vaya contradicción—, y que según acaba el partido y eres derrotado ya no volverás a ver hasta la temporada siguiente.
En una semana en lo que se había convertido en trascendente todo lo que se hablaba fuera del terreno de juego hasta tal punto que dan ganas de incluir la sala VOR en la colección de los tertulianos generadores de entornos que cada equipo soporta, llegan esos 120 minutos para hacernos abrir la caja de los sueños, la de las decepciones, la de la comprensión de que esto se celebra entre seres humanos que sienten y padecen, sí, también los árbitros, en una ceremonia que no tiene edad mínima ni máxima para ser aceptado solo el atrevimiento de aceptar el reto y querer ser protagonista.
Y que nos recuerda que estos partidos maravillosos, en no importa qué estadio, en no importa qué Club, tienen por consecuencia un rato de felicidad, un logro, una explosión de alegría, un haberse ganado la posibilidad de poder contar que ese miércoles estuvimos allí, 50.000 sonrisas que alumbraban la noche bilbaína y que si hubieran sido posible transformar en energía hubieran iluminado todo Bilbao por un año. A la salida del campo ya nadie se acordaba de ese segundo decisivo, como mucho ya estaba integrado en el cuento de esa magnífica noche, pero más de uno ya empezaba a cuadrar fechas del calendario de abril sin decirlo muy alto que ya sabemos que esos asuntos los carga el Diablo.
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