Hace un año que Argentina ganó su tercera Copa del Mundo y un retiro plácido para el Messi de las canas, el mate, las chanclas y los bisnietos. Ahora sí podrá el astro argentino del fútbol mundial salir a pasear por Rosario, Buenos Aires, Barcelona, Miami o Santiago de Compostela sin peligro de que algún compatriota reprimido, algún maradoniano con certificado bautismal o cualquier pelele enfadado con la vida, da igual si con la propia o con alguna ajena, se atreviese a afearle la gesta de haber sido Maradona tantos años sin atender a los caprichos colectivos de una nación. “Quería retirarme ganando un Mundial y gracias a Dios lo pude conseguir”, declaró nada más levantar la copa al cielo del desierto. Y, claro, lo siguiente que hizo Messi fue anunciar que no se retiraba, por si alguien tenía alguna duda de su habilidad para el regate.
El vídeo que mejor explica la gesta de Messi y sus compañeros no los involucra directamente: no aparece el Dibu, ni el Cachete, ni el Papu, ni ningún otro futbolista con mote de gamberro, o de trompetista de jazz. Tampoco aparecen el estadio de Lusail, ni el emir Al Thani, ni Gianni Infantino, ni siquiera ese cocinero turco que se hizo famoso esparciendo sal sobre la carne y apareció de improvisto en la celebración sobre el campo, seguramente porque alguien le cobró una cantidad de dinero tan indecente como para que el tipo creyese que cumplía los requisitos para estar allí. El vídeo que mejor explica la dimensión de esa victoria se grabó desde una bicicleta por las calles de Buenos Aires y nos muestra el estallido nuclear de un país que por una vez guardó silencio, apenas el necesario para que Montiel no se despistara camino a la gloria.
Ganar un Mundial es salir a la calle y abrazarse con el primer desconocido que pasa por tu lado, todo lo demás son Copas América, copas de helado y Eurocopas. La Copa del Mundo es otra cosa, otros matices. Ganar la Copa del Mundo es Bogart en Casablanca, un tipo que de repente entra en la guerra porque un viejo amor necesita su ayuda para volver a abandonarlo. Qué más da. La Copa del Mundo es Maradona convirtiendo la semifinal en final y la final en un trámite. Es Pelé ganándole una vez a la ternura, otra a la certeza y una tercera al miedo a perder. La Copa del Mundo es Cruyff sin su corona. Es Romario meciendo al hijo de Bebeto en una cuna de oro. Y es Iniesta gritándole un gol a Jarque sabiendo que su amigo le escucha, esté donde esté. También soy yo quedándome dormido y perdiéndome el partido de nuestras vidas, al menos hasta que Messi y Mbappé se dieron cita y nos dieron voz. Una voz desgañitada de tanto arranque, de tanto gol, de tanta final que nos dio hasta pena terminarla.
Hace un año que Argentina ganó su tercera Copa del Mundo y la oportunidad de olvidar todos los incendios por un día. Nos lo contó Sacheri una mañana que se pasó por la radio. “En Argentina siempre hay algo que se está quemando y cuando termine el Mundial, pase lo que pase, alguien preguntará: ¡Ah! ¿Pero me tocaba a mí apagarlo?”. Nadie sabe a ciencia cierta quién apaga según qué incendios en Argentina. Pero la culpa ya no será de Messi. O no debería serlo, salvo que su insistencia por seguir jugando alimente nuestros sueños con más gasolina: así somos los argentinos, no importa de dónde.
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